La verdad pura y simple
pocas veces es pura
y nunca es simple.
O. Wilde
Natalia es un nombre muy hermoso. Más si lo lleva una niña tan
hermosa como Natalia. Natalia tiene diez años. Sus mejillas son
rosadas como tersos melocotones. De la misma manera su
figura es redondita; sin embargo, promete repetir la espléndida
figura materna. Su sonrisa también evoca la de su madre. Del
lado paterno heredó la sensibilidad artística y la hipocondría.
Natalia es la mejor alumna del grupo y, además, toma clases de
ballet sin darse cuenta de que su estatura, gracias al legado de
sus papás, llegará a ser excesiva para poder convertirse en una
bailarina clásica.
-Quiero ser Margot Fontaine y bailar con Rudolf Nureyev,
repite a cada rato, luego de haber visto un programa sobre la
pareja.
-Ya se murieron, le dicen los adultos para quitársela de
encima.
-No importa, yo quiero…
A su edad, pocas niñas tienen su candor, sobre todo en lo
que respecta a cuentos de hadas y creencias navideñas.
Todavía piensa que Santa Claus es real; desde hace varios
años, se habituó a que él llegara a su casa un día antes.
Cuando comenzó este ritual era demasiado pequeña para
preguntar por qué los obsequios amanecían bajo el árbol el 24 y
no el 25, como en las casas de sus amigas. Tampoco le
despertó ninguna suspicacia el que tal costumbre se hubiera
iniciado con la separación de sus padres. ¡Qué más da! Lo
importante son los regalos. Así, cada 24 por la tarde, junto con
su hermano mayor, esperan a su padre y se van a pasar las
vacaciones de diciembre con él. Este año será igual.
-Le puse la carta a Santa en medio de la chimenea para
que la vea bien, anunció a la hora de la comida, y se levantó de
la mesa realizando un giro y finalizándolo en un gracioso plié.
Su despertador marcó las seis de la mañana. Bajó las
angostas escaleras pisando con cuidado. En la oscuridad, las
luces del árbol parecían aún más brillantes. Natalia detuvo su
emoción y abandonó su sonrisa en uno de los últimos peldaños
al fijarse que no había nada bajo el pino. Luego de escudriñar
una y otra vez subió al cuarto de su hermano esperando que
fuera una broma del adolescente.
-No hay ningún regalo… no me dejó nada. Tú los
escondiste.
-Te juro que no, dijo en medio de un bostezo y trató de
calmarla. Le aseguró que era muy temprano y la mandó de
regreso a la cama.
-Dale más tiempo a Santa para terminar con sus entregas
y no vayas a despertar a mamá, seguro está desvelada. Luego
ya ves cómo se enoja.
-Le quiero decir…
-No, al rato, sshh. Déjame dormir.
-Todo el año me pusieron diez y no falté a la escuela,
musitó en un susurro rezongón, casi imperceptible, mientras se
dirigía a su recámara.
A las siete, se repitió la misma escena.
-Pero si obedecí a las maestras y a papá y a mamá.
El muchacho pensó que el olvido había sido involuntario y
pronto habría una explicación lógica para calmar el profundo
llanto de la pequeña. Juntos, se acercaron a la habitación de su madre. Al entrar y ver la cama perfectamente tendida, Natalia lloró aún más; ahora sí a gritos. Justo el día que la necesitaba
tanto para contarle lo sucedido, su mamá no estaba. El chamaco
corrió al teléfono. Una cosa era cuidar de cuando en cuando de
su hermana y otra, asumir la responsabilidad de algo que él
intuía iba a sobrepasar a la familia. Los regalos de la niña, sin
envolver, aparecieron en el armario, donde también Natalia
buscó a su mamá; asoció los acontecimientos y esa mañana
perdió la ilusión de creer en Santa Claus.
Treinta minutos tardó su padre en hacer el recorrido; les
parecieron una carga imposible de soportar. Respondieron a
diferentes preguntas. El papá marcó los números telefónicos
oficiales, los de la agenda personal e incluso el que no hubiera
deseado marcar jamás.
-Encuéntrala, por favor, encuéntrala, papito, lloraba la
niña.
Después de varios intentos fallidos, una voz masculina, que
recién abandonara el trago, le informó, con dificultad, que
alrededor de las 3 de la mañana ella se dirigió a su casa. Ahora
nada, ni rastro de la mujer. Cercano el mediodía, los peores
pensamientos comenzaban a hacer estropicios en el ánimo
familiar. Una plaga de ronchas se apoderó de la piel de la niña y
la comezón se disputó cada rincón de su cuerpo. Diosito, que a
mi mami no le pase nada. Seguro está enojada porque no tiendo
bien mi cama o a veces no me lavo los dientes. Prometo ya no
comer helados y no quejarme de mi hermano; que regrese, que
no me deje. Ellos, los hombres, hacían algunos comentarios en
clave, que aumentaban las lágrimas y la pesadumbre de la niña.
-Si ya había pasado antes, por qué no me lo habías
dicho.
-Es que es la primera vez que no llega, afirmó el
muchacho.
-¿Y cómo llega?
-No sé, oigo sus pasos pero no me atrevo a salir…
La chiquilla rehusaba distraerse con sus obsequios. Quién
quería acuarelas o zapatillas, El Lago de lo Cisnes o los cuentos
de Andersen, una Barbie o ropa nueva, si Santa Claus no existía
y a su madre le había pasado algo o se había marchado para no
volver.
-Ya no quiero ser pintora como tú, papá, ni bailarina.
¡Que venga mi mami!
La mujer se despertó con la lengua adherida al paladar; el
exceso de alcohol y de nicotina formaba una pastosidad
pegajosa y densa. Su cabeza parecía explotar y los ojos se
resistían a la luz que entraba por el resquicio de una pequeña
ventana. El camastro hediondo se hallaba junto a una estufa y
un tanque de gas; en el piso había cascos de cerveza y tamales
a medio comer. No acababa de reaccionar, de entender qué le
pasaba cuando su hija se le vino a la mente. Ni de eso soy
capaz. Se trataba de haber llegado a buena hora para arreglar el
escenario navideño, soy una estúpida. Tan sencillo como eso.
Soy una inútil, si yo no existiera no pasarían esas cosas. Sin
embargo, existía, y esta vez había rebasado el límite. Imaginar a
Natalia frente a un árbol de Navidad sin regalos, la convenció de
lo baldío de su vida.
Pinche dolor de cabeza. Se levantó en un cuarto
desconocido. Natalia, los regalos, Natalia era lo importante.
Estaba sola en ese miserable lugar donde no había ni un espejo.
De todas maneras no lo necesitaba; el malestar que la invadía
reflejaba muy bien lo que un espejo hubiera reflejado. El
maquillaje corrido, las pestañas pegadas de rimel y lagañas, la
frente grasienta y la piel verdosa.
-Ay, ni siquiera sé si es mío, se dijo en voz alta con el
asco revolviéndole el estómago, cuando sintió el olor a vómito
en su enmarañada melena.
Tuvo que ponerse la ropa que alguien más dejara por ahí;
la suya eran sólo jirones. Las llaves del coche y el dinero
seguían en su bolsa. Natalia. Ojalá no esté Natalia cuando
llegue; que se haya ido a jugar con los vecinos.
Afortunadamente, el auto también estaba cerca de la mugrosa
vivienda. El sucio y hacinado rumbo le era totalmente
desconocido. No tenía ni la más remota idea de cómo había
llegado hasta allí. Mil veces estúpida… estúpida…olvidarse de
su hija…
Había salido a comer con su pareja; para no perder la
costumbre agarraron la jarra y se pelearon por cualquier
pendejada. Él la sacó a la fuerza de una cantina; ella le mentó la
madre pues no tenía nada de malo bailar y cantar desenfrenada
con otros clientes del antro. Devil with a blue dress, blue dress,
blue dress, devil with a blue dress on. En alguna avenida de la
ciudad, él se les cerró a un carro de guaruras, Hijos de su puta
madre, y recibió de ellos la madriza de su vida. Ella no hizo nada
para evitarlo; estaba borracha, sin embargo, el miedo es el
miedo y no se entrometió. Que se las arregle como pueda. Ya
en casa de él, lo curó de mala gana y volvieron a pelear.
Aumentaron los insultos y vaciaron las botellas. Salió furiosa
jurando no volver a verlo. Después, bruma de olvido… El
apremio, ahora, era descubrir el camino a su hogar, luego un
canal pestilente, carretas cargadas de cachivaches jaladas por
burros… En esa maraña urbana un semáforo le hizo intuir que
se acercaba a un rumbo civilizado. Bendito aeropuerto… de
frente vio el letrero que la orientó.
El inconfundible ruido de un motor se unió al llanto de la niña, a
la voz destemplada del muchacho y al tono grave del papá. Los
conocidos taconazos en el garaje atrajeron hacia la puerta la
mirada de los tres. Sin importarle su aspecto se dirigió a su
hijita. La criatura volvió su rostro y, asqueada, rechazó el abrazo
de ese remedo de mujer, de la desconocida andrajosa que cruzó
el umbral de la puerta acompañada de los más viles e infectos
olores, arrancándole una ilusión más a Natalia.
Silvia L. Cuesy
Nació en la Ciudad de México. Escritora e historiadora. Es egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ganadora del Premio Nacional de Cuento, Efrén Hernández 2009, con el libro Visita al paraíso. Publica en la revista BiCentenario y ha participado en diversas antologías: Cuentos de la provincia, Callejeros, Foto Azul, El que ríe al último. Es autora de Solo ustedes lo saben, colección de ficciones históricas. Ha publicado las novelas históricas cortas Diario de Mercedes y Diario de Elodia. Dentro del género biográfico es autora de Emiliano Zapata, Carlos Chávez y Silvestre Revueltas y de la biografía infantil Cazador de estrellas. Tiene libros inéditos, entre ellos un segundo volumen de ficciones históricas y una novela, también histórica, ambientada a mediados del siglo XIX, durante la Intervención Francesa en México.